Nuestras oraciones son poderosas cuando, sin reservas, invitamos a Dios a hacer su obra en nuestras vidas.
Leer | Juan 17.20-26
20 de septiembre de 2014
Dios tiene autoridad total sobre todas las personas y sobre todos los acontecimientos. El Señor conoce el corazón de los hombres, cómo va a actuar cada persona, y qué pasos son necesarios para que Él lleve a cabo sus propósitos. Al mismo tiempo, el Señor nos llama a orar.
Colosenses 4.2 dice que debemos consagrarnos a la oración. La comunicación con Dios es tan vital, de hecho, que se nos dice que oremos sin cesar (1 Ts 5.17). Nuestras vidas deben caracterizarse por la atención continua a nuestro Padre celestial, y por hablar y relacionarnos con Él todo el tiempo. La Biblia explica por qué esto es tan importante:
La oración nos cambia. Si buscamos el rostro de Dios e invertimos tiempo en su Palabra, seremos transformados. Nuestros deseos serán reemplazados por los suyos, y nuestra manera de pensar se alineará más con sus pensamientos. A medida que crezca nuestra comprensión de su carácter, tendremos una mejor idea de cómo orar de acuerdo con su voluntad.
El Señor responde la oración (Stg 5.16). Dios ha prometido escuchar y responder las oraciones de sus hijos (Is 65.24). Él nos asegura que actuará cuando nuestras peticiones se hagan en el nombre de Jesús —es decir, cuando se correspondan con su voluntad y con su tiempo (Jn 14.13).
La oración invita a Dios a actuar. La oración no altera los propósitos o los planes de Dios, ni hace que cambie de opinión. Lo que Él ha decidido ocurrirá, y sus decisiones serán exactamente las correctas para llevar a cabo lo que quiere lograr. Nuestras oraciones son poderosas cuando, sin reservas, invitamos a Dios a hacer su obra en nuestras vidas y en las de otros.
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