El Señor nos hace libres de prácticas y adicciones pecaminosas, dándonos el poder para vivir victoriosamente en la justicia de Él.
Leer | Romanos 1.16, 17
6 de agosto de 2015
La escena de la cruz es una paradoja. Ella muestra el poder de Dios en lo que parece ser el momento más débil de la vida de su Hijo. Con las manos y los pies clavados en un madero, Jesús se veía totalmente impotente. Además, estaba el hecho de que permaneció allí mientras la multitud lo abucheaba, diciendo: “Si eres Hijo de Dios, desciende de la cruz” (Mt 27.40).
La fortaleza no siempre se revela de manera dramática; a veces, se demuestra por la resolución de sufrir. ¿Qué poder mantuvo al Señor Jesús en la cruz, cuando con decir una sola palabra podía haber sido libre? Fue el amor divino lo que lo mantuvo allí. Con el destino eterno de la humanidad en juego, Cristo colgó en la cruz hasta que aseguró nuestra salvación.
Sin embargo, el poder de la cruz no cesó cuando Jesús finalmente terminó su sufrimiento, entregó el espíritu y murió. Su muerte abrió la puerta de la salvación a todas las personas —todos los que pasan por ella por fe son perdonadas por cada pecado, y tienen garantizado un lugar en el cielo.
Pero después de la salvación, el poder de la cruz sigue presente en la vida de los creyentes. Millones de personas han sido transformadas como resultado de la victoria del Salvador sobre el pecado y la muerte. El Señor nos hace libres de prácticas y adicciones pecaminosas, dándonos el poder para vivir victoriosamente en la justicia de Él.
¿Ha dejado usted que la cruz cambie su vida? El Señor no impone los beneficios de ella a nadie. Los ofrece gratuitamente a todos los que quieran creer en Él y andar en sus caminos. Con cada paso de fe que damos, se hace mayor en nosotros la poderosa obra de Dios.
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