Se puede definir a la culpa como ansiedad del espíritu por el pecado cometido de manera deliberada y voluntaria. Podemos encontrar este sentimiento incluso en el huerto del Edén. Después que Adán y Eva probaron el fruto prohibido, se sintieron avergonzados de su desnudez y se escondieron.
En los tiempos del Antiguo Testamento, las personas traían una ofrenda especial al templo para “pagar” sus faltas. Hoy día, no tenemos tal manera tangible de liberarnos de nuestra culpa.
En realidad, tenemos algo mejor. El Padre celestial envió a su Hijo Jesús, quien era plenamente Dios y plenamente hombre, a vivir una vida perfecta. Él tomó sobre sí el castigo por todos nuestros pecados al morir como un criminal en la cruz. Pero, alabado sea Dios, Jesús volvió de nuevo a la vida, al vencer la muerte y el pecado. Efesios 1.7 dice: “En quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia”.
La verdad es que todos hemos pecado y merecemos, por tanto, ser separados de Dios (Ro 3.23). Sin embargo, podemos ser liberados de la muerte y la culpa al aceptar el don gratuito de Jesús y rendir nuestra vida a Él. Por supuesto, por nuestro imperfecto estado humano seguiremos pecando. Pero nuestro amoroso Padre celestial seguirá perdonando a sus hijos (Lc 11.3, 4).
El sacrificio del Señor Jesús nos da libertad de la culpa y de la muerte, y también la promesa de la eternidad con Dios. Pero eso no significa de ninguna manera que tengamos licencia para pecar deliberadamente. Aunque tenemos la promesa del perdón, la gratitud y el amor a nuestro Salvador deben impulsarnos a obedecer y servir al Señor.
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