Si usted es lo suficientemente valiente, párese en una acera y haga esta pregunta a los transeúntes: “¿Qué le da paz?” Las respuestas que recibirá probablemente tendrán algo en común: la definición de paz de la persona dependerá de las circunstancias —por ejemplo, de una buena relación con un cónyuge, de un trabajo bien remunerado, o de una buena salud. ¿Qué sucede, entonces, si una pareja riñe, si la empresa despide a los empleados, o si una enfermedad debilita al cuerpo? La paz que tiene sus raíces en las situaciones buenas no es realmente paz; es una frágil armonía entre el hombre y el mundo, y se derrumba muy fácilmente.
Jesucristo es el único que ofrece paz verdadera —una satisfacción inquebrantable, independientemente de los ataques que pueda lanzarnos Satanás. Sin embargo, vivir en pecado hace que tener paz sea imposible, pues una persona que hace caso omiso de la voluntad de Dios no puede experimentar la seguridad de su cuidado. Por eso, cuando el creyente expresa fe en Jesús, la guerra por tener el control termina. Su sumisión al Señor permite que la paz esté presente en todos los aspectos de su vida.
Cuando el Espíritu Santo vive en nosotros, podemos abordar todo en la vida con confianza y serenidad. La única manera de lograr esta paz duradera es por medio de una relación con el Salvador. Pablo dice en Romanos 5.1 que para ser justificados, es decir —declarados inocentes— tenemos que aceptar el sacrificio que Cristo hizo por nosotros. La justificación nos hace estar bien con Dios, y abre nuestro corazón a la paz.
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