Desde el principio, la intención de Dios fue tener una relación personal y amorosa con nosotros. ¿Qué evidencia tenemos de ello?
Su Hijo. Una de las razones de la venida de Cristo al mundo es que conozcamos al Padre celestial y tengamos comunión con Él. La Biblia nos dice que Jesús es su representación exacta; sus palabras y sus obras fueron las mismas del Padre (Jn 5.19; 12.50). Por tanto, cuando miramos al Hijo, estamos viendo el carácter de nuestro Padre celestial.
Su invitación. Dios nos invita, por medio de la Biblia, a unirnos a su familia (3.16). Él se encargó de preparar cada uno de los detalles; a nosotros lo único que nos corresponde es aceptar la invitación.
Su adopción. El lazo más cercano que podemos tener unos con otros es la familia. En el momento de la salvación, el Señor nos adopta en la suya. Esta relación con nuestro Padre celestial dura por la eternidad, dándonos sustento, aliento y amor.
Su amistad. Al llamar “amigos” a sus discípulos (15.15), Jesús reveló un nuevo aspecto en cuanto a su relación, que se aplicaría también a sus futuros seguidores. Cristo es un amigo que nunca nos abandonará.
Su presencia. A partir del momento de nuestra salvación, el Espíritu Santo habita en nosotros. El Señor nos invita a ser miembros de su familia por medio de la fe en Cristo. Este es nuestro llamamiento supremo: creer en Él y vivir para Él todos los días de nuestra vida (20.31). Una vez que llegamos a ser hijos de Dios, su Espíritu obra en nosotros para hacernos más parecidos a su familia, en pensamientos, palabras y acciones.
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