Con centenares de profecías del Antiguo Testamento acerca del Mesías, no debe sorprendernos que Dios haya utilizado a toda clase de personas para asegurarse de que la vida terrenal del Salvador se desarrollara conforme al plan. Por ejemplo, César Augusto ordenó un censo que llevó a José y María a Belén, la ciudad del nacimiento de Cristo (Mi 5.2; Lc 2.1-4).
Además, Dios utilizó a algunos de los hombres más poderosos de la época para que se produjera la muerte propiciatoria de su Hijo. Los cargos inventados por los fariseos y los saduceos ayudaron a que la gente se volviera contra Jesús (Mr 15.9-11). Pilato lo condenó, y los romanos llevaron a cabo la crucifixión; los cuales, incluso, echaron suertes sobre sus vestiduras, y decidieron no quebrar sus piernas, como había sido profetizado (Jn 19.24, 36).
Durante los días transcurridos entre la crucifixión y la resurrección, los discípulos debieron haber creído que el plan mesiánico se había frustrado. Pero el propósito de Dios no era producir una revolución política como algunos creían. Él envió a su Hijo para redimir a la humanidad.
Desde antes de la fundación del mundo, Dios había hecho planes para la salvación de cada tribu y nación. A lo largo de toda la historia, Él dirigió los acontecimientos para cumplir su propósito, utilizando aun a impíos para seguir adelante con su plan. Muchos tuvieron que ver con el desarrollo de la historia del Salvador, pero la responsabilidad final fue del Padre. Él entregó a su unigénito Hijo a favor de toda la humanidad por amor (Jn 3.16). Tanto los justos como los inicuos estuvieron siguiendo el orden de eventos designados por Dios.
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