El Señor nos ha hecho un pueblo especial para que podamos cumplir con una misión especial. Isaías 43.21 dice: “Este pueblo he creado para mí; mis alabanzas publicará”. Una parte integral de la adoración al Señor es proclamar su grandeza.
Alabar a nuestro Padre celestial es aplaudirlo por ser Él quién es, y por lo que ha hecho. Esto implica la liberación de nuestras emociones para expresar la adoración abierta y confiada al Señor. Cuando alguien ama a otra persona, la respuesta más natural es elogiarla. De la misma manera, quienes aman a Cristo descubren que la alabanza viene con facilidad a sus labios.
Alabar al Señor es bueno para nosotros. En nuestra sociedad egoísta, las personas están interesadas básicamente en satisfacer sus necesidades. Por desgracia, esta misma actitud se ha infiltrado en algunas iglesias. Pero Dios no quiere que vengamos a la iglesia pensando solo en nosotros. La alabanza levanta nuestros ojos a Cristo, y llena nuestro corazón con la satisfacción que no tenemos cuando nos centramos exclusivamente en nuestros problemas y necesidades.
Aunque la alabanza y la adoración están asociadas, por lo general, con los servicios de la iglesia, ellas deben caracterizarnos en dondequiera que estemos. Algunas de las experiencias más íntimas y preciosas de la adoración pueden ocurrir en los momentos pasados a solas con Dios.
Si usted se da cuenta de que su alabanza carece de vitalidad, exprese su deseo sincero al Señor de aprender a alabarle con todo el corazón. Enfocarse en la adoración es la clave. Recuerde las maneras en que Dios ha cuidado de usted, y dígale lo grande que es Él.
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