Recuerdo la vez que tuve que enfrentar una decisión particularmente difícil. Todo lo referente a la oportunidad que tenía frente a mí lucía mal —el momento, las circunstancias, entre otras cosas, por lo que seguir adelante con la posibilidad parecía no tener ningún sentido. Aunque simplemente quería rechazarla, oré primero. Mientras oraba, Dios me visitó con una visión clara de lo que Él esperaba que fuera mi vida en el futuro. Por tanto, acepté esa irrazonable e intempestiva oferta, y he cosechado una gran bendición por mi obediencia.
Como cristianos, creemos que el Espíritu Santo dirige nuestros pensamientos mediante la oración y la Biblia. Pero, a veces, Él decide intervenir más directamente en la vida de una persona, como sucedió conmigo en aquel día.
Dios nos ha visitado desde el comienzo, cuando caminaba con Adán y Eva en el huerto (Gn 3.8), y la manera como se revela es diferente en cada caso. Moisés vio una zarza ardiente (Éx 3.2), mientras que Samuel escuchó una voz en la noche (1 S. 3.1-14). Pero cada una de esas visitas fue un encuentro divino.
Cuando el Señor visita a alguien, lo hace con un propósito. Josué recibió instrucciones específicas y poco comunes para tomar Jericó (Jos 5.13-6.5). Saulo de Tarso fue llamado al ministerio (Hch 9). Y otros fueron advertidos del peligro mediante sueños (Mt 2.12, 13).
Las visitas personales de Dios son excepcionales e inesperadas. No podemos orar ni ayudar para hacerlo venir. Él simplemente visita al creyente cuando decide hacerlo. Le digo esto para que esté preparado, con un corazón abierto y un espíritu dispuesto si Él decide visitarle.
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