Muchos creyentes saben que Jesucristo es el Hijo de Dios, pero debemos entender también su misión, la manera como la cumplió, y lo que eso significa para cada uno de nosotros. Cristo tuvo un doble propósito al venir al mundo como un niño: darnos una imagen tangible de quién es Dios, y morir en nuestro lugar para pagar nuestra deuda de pecado.
¡Qué plan tan maravilloso! El Señor omnipotente y omnisciente había existido desde siempre (Jn 1.1, 14; 8.58), pero, por un tiempo, dejó de lado el poder y la grandeza que le pertenecían legítimamente, para convertirse en uno de nosotros. Gracias a que vino a vivir entre los hombres, podemos entender mejor a nuestro Padre celestial (Col 1.15).
Por medio del sacrificio de Cristo somos invitados a una relación eterna con Dios. La Biblia dice que todos los descendientes de Adán son pecadores (Is 53.6; Ro 3.23), y que la paga del pecado es muerte (Ro 6.23). El castigo tenía que pagarse mediante el derramamiento de sangre (Lv 17.11). Pero el Padre no podía aceptar nada que no fuera un sacrificio perfecto (Dt 17.1). Por eso, el Señor, que era Dios perfecto y hombre perfecto, y ciento por ciento inocente, sufrió una muerte humillante y dolorosa para saldar la deuda que nosotros no podíamos pagar. Él era el único que podía entregar su vida para salvarnos y tender un puente entre cada persona y el Padre celestial.
No hay ninguna manera posible de ganar la salvación. Ella es un regalo maravilloso que el Padre ofrece gratuitamente a cada una de nosotros. La única condición es que recibamos a Jesucristo como nuestro Salvador personal, y que le obedezcamos.
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