Para que podamos distinguir entre lo que está moralmente bien o mal, Dios nos ha dado la conciencia. Es su regalo para ayudarnos a evitar que nuestra vida naufrague. Nuestra conciencia sirve como una especie de radar espiritual; la condición en la que la mantengamos determinará qué tanto podemos confiar en ella.
La conciencia pura es la que se ha mantenido limpia mediante la confesión de pecado (1 Jn 1.9), y refleja el deseo de conocer y obedecer la voluntad de Dios. Una vez que somos limpiados, podemos vivir sin sentimientos de culpa y andar de manera abierta y transparente delante del Señor.
La conciencia perturbada está ahogada por reglas y normas, y el espíritu de legalismo que la caracteriza nos hace críticos de nuestro desempeño personal. Por haber creado nuestro propio radar de las cosas que “debemos” y “tenemos que” hacer, lo hemos usado para determinar la verdad y el error. Al hacer esto, nos olvidamos de la justicia de Dios, que nunca puede ser sustituida por nuestra justicia.
La conciencia sucia está manchada por los pecados. Cuando elegimos nuestro camino en vez del de Dios, perdemos de vista lo que es correcto y verdadero. Excusas como “no puedo evitarlo” aumentan nuestra falta de paz y la poca fiabilidad de nuestro radar interior.
La conciencia cauterizada es insensible al pecado. Cuando resistimos continuamente e ignoramos las advertencias de la conciencia, ella se hará insensible a la señal de alarma moral.
Pídale a Dios que le muestre qué tan bien está funcionando su conciencia interna, y después permita que Él la renueve.
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