El orgullo nos hace pensar que podemos manejar por nosotros mismos las situaciones de la vida y hacer nuestros propios planes. Los primeros dos reyes de Israel, Saúl y David, ilustran diferentes maneras de manejar el orgullo.
La elevada opinión que tenía Saúl de sí mismo desembocó en decisiones que fueron contrarias a los mandamientos del Señor. Por ejemplo, después de derrotar a los filisteos, el rey pensó que debía tomar parte del botín de la guerra, aunque Dios le había dicho que no lo hiciera. Cuando fue confrontado por Samuel, contestó que su plan era sacrificar los animales al Señor (cf. 1 S 15.15). Dios vio a través de sus palabras un corazón de orgullo. Si nuestra egolatría controla nuestra manera de pensar, buscaremos las maneras de no obedecer al Señor, y al ser descubiertos, trataremos de justificar nuestra desobediencia, al igual que Saúl.
David, el segundo rey de Israel, que fue escogido mientras Saúl estaba todavía en el trono, demostró la disposición de esperar en Dios para iniciar su reinado. Soportó la ira, los celos y los intentos homicidas de Saúl, pero no quiso vengarse. De hecho, se negó a tomar el trono cuando tuvo oportunidad de hacerlo. No permitió que el orgullo dominara su mente. Posteriormente, David codició la esposa de otro hombre y cometió adulterio, pero cuando fue acusado, su corazón se humilló y se arrepintió (2 S 12.13).
Para evitar una conducta orgullosa, debemos negarnos a actuar independientemente del Señor. Al igual que David, debemos manejar el egocentrismo acudiendo al Señor en confesión. Los pecados de David fueron perdonados. Saúl, por el contrario, nunca reconoció sus errores, y eso lo llevó a su ruina.
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