Los cristianos, a veces, cometemos el error de separar la vida laboral de la espiritual. Este modo de pensar dice: “El domingo es el día del Señor, pero el resto de la semana me pertenece”. Esta manera de vivir no es bíblica. El Espíritu Santo tiene que estar involucrado en todo lo que hagamos, y debemos reconocerlo como nuestro guía, consolador e intercesor, sin importar el lugar en el que estemos.
El apóstol Pablo enseña claramente que el trabajo debe hacerse como para el Señor (Col 3.23). Otras personas pueden hacer un trabajo mejor por tener mayor destreza o experiencia, pero los creyentes debemos ser conocidos por hacer un trabajo de calidad de manera oportuna, acertada y cuidadosa. Y podemos confiar en que el Espíritu Santo nos capacitará para hacerlo.
Servir al Señor en el trabajo significa que nuestro entorno laboral es también nuestro lugar de ministerio. Un trabajo provee dinero para mantener a la familia, pero cuando se hace con fidelidad, se convierte en mucho más que un simple medio de ganarse la vida. Nuestro trabajo también cultiva el carácter, crea un sentido de autoestima y desarrolla destrezas. Además, al estar rodeados de compañeros de trabajo durante varias horas al día, forjamos relaciones, damos testimonio de nuestra fe y glorificamos a nuestro Padre celestial.
El trabajo no debe ser visto como una carga; es una oportunidad para demostrar amor al Señor. La recompensa para quienes sirven a Dios y aman a otros con su trabajo, es mayor que un sueldo. Son bendecidos con un ministerio —un campo de cosecha para el reino, justo dentro de la fábrica, la oficina, o en el lugar de construcción.
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