Marcos 4.39
El Mar de Galilea tiene casi 13 kilómetros de ancho por 21 de largo. Si usted hubiera estado en sus orillas la noche en que Jesús calmó el fuerte vendaval, podría haber visto nubes inquietantes y relámpagos sobre el agua. Experimentar una tormenta mientras uno la observa a la distancia, o desde la seguridad del hogar, es fácil e incluso emocionante. Pero es muy diferente cuando nuestra barca comienza a ser sacudida violentamente por las olas y la lluvia nos golpea la cara. Entonces, lo que es fascinante desde la distancia puede desencadenar un pánico que no es del todo irracional si uno está en riesgo de zozobrar en medio del mar.
En este mundo caído, todos enfrentaremos tormentas de algún tipo, ya sean de índole física, interpersonal, financiera, etc. Estas adversidades son duras y dolorosas. Pero esas tormentas no son la verdadera historia de nuestra vida, especialmente si somos seguidores de Aquel que calma la tormenta.
Cuando los problemas nos golpean, podemos preguntar: Señor, ¿dónde estás? Pero Él está donde siempre ha estado; el problema es que olvidamos mirar en la dirección correcta.
Recordemos que es la voz de Jesús la que gobierna a la naturaleza, y que también Él es soberano sobre cualquier otro tipo de tempestad que enfrentemos (1 Jn 4.4). Porque el Señor conoce nuestra fragilidad en las tormentas, Él está con nosotros, protegiéndonos de la impetuosa acometida de la lluvia, y comunicando paz a nuestro corazón (Sal 103.13, 14).
Un mar sacudido por la tormenta no era más grande que Jesús. Con dos palabras del Señor la tempestad se calmó de inmediato. Y Él hará lo mismo para usted y para mí si nos volvemos confiadamente a Él.
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