Colosenses 1.15-20
Antes de conocer a Jesucristo, nuestra vida estaba llena de maldad e incredulidad (Ro 1.18; 2.5, 8). Al igual que nuestro mundo lleno de contienda, clamábamos por paz y tratábamos de encontrarla, pero nuestros esfuerzos fracasaban.
Cuando pusimos la fe en el Salvador, todo eso cambió. Fuimos rescatados del dominio de las tinieblas y trasladados al reino de Cristo (Col 1.13). Cada uno de nuestros pecados —pasados, presentes y futuros— fue perdonado. La justicia divina fue satisfecha por el sacrificio de Cristo, y la ira de Dios sobre nosotros fue quitada. Nos convertimos en nueva creación, lavados por la sangre del Señor Jesús (2 Co 5.17).
Ahora que el poder del pecado sobre nosotros ha sido roto, podemos vivir en armonía con Dios. Él envió al Espíritu Santo para que sea nuestro guía, ayudándonos a experimentar la paz de Cristo (Ro 8.6). También podemos esperar la eternidad en el cielo, donde abundan la justicia, la paz y el gozo (Ro 14.17).
La historia del regreso del hijo pródigo es una ilustración de nuestra reconciliación con el Señor (Lc 15.11-32). El hijo había decidido dejar a su padre, para vivir agradándose a sí mismo. Arrepentido, regresó finalmente al hogar; su padre lo recibió con gozo y lo perdonó, y hubo armonía entre ellos. Dios ha hecho todo esto por nosotros.
Nuestra unidad con el Padre celestial tuvo un gran precio: el sacrificio de su Hijo unigénito. Cristo dio su vida por nosotros, para que pudiéramos ser reconciliados con Dios (Col 1.20). La vida cristiana debe dar testimonio de que el Señor Jesús es la fuente de nuestra paz.
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