Las dos disciplinas más importantes en la vida de un creyente son el estudio de la Biblia y la oración. Es imposible crecer continuamente en Cristo sin la práctica de ambas.
La oración es el medio principal para hablar con Dios, y también una de las maneras que tiene para enseñarnos. Cuando oramos, estamos pidiendo al Señor y confiando en su respuesta. De este modo, aprendemos a escucharle y a esperar su contestación. A Él le encanta que le honremos por medio del acto espiritual de adoración llamado oración.
En verdad, la oración es una de las mejores maneras de honrar a Dios. Cuando oramos a nuestro Padre celestial, estamos reconociendo que Él es Dios, que es verdaderamente “el Alto y Sublime, el que habita la eternidad, y cuyo nombre es Santo” (Is 57.15). Solamente Dios merece gloria, y que le honremos al orar sin cesar (cf. 1 Ts 5.17). Es decir, debemos mantener una actitud centrada en Dios a lo largo del día, pidiéndole continuamente que gobierne cada detalle de nuestra vida.
El pasaje de hoy dice que nuestro Padre celestial habita en la altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu. Esto significa que nuestra motivación y la condición de nuestro corazón son muy importantes en la oración. Simplemente recibir “lo que queremos” no es el espíritu de oración que honra a Dios. Además, no genera oraciones que Él responderá.
El Padre celestial anhela tener una relación estrecha con sus hijos. El tiempo dedicado a la comunicación con Dios es la mejor manera de crecer en intimidad con Él.
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