El apóstol Pablo escribió con frecuencia sobre la necesidad de confiar en el poder de Cristo. Transmitió a sus lectores una promesa que le había dado el Señor: “Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad” (2 Co 12.9). Pablo fue un gran líder de la fe cristiana, pero a los ojos de Dios no era más merecedor de la gracia que cualquier otro creyente. Usted y yo podemos tener la misma confianza en el poder del Señor que tuvo este valiente misionero del primer siglo.
Cuando Pablo recibió al Señor Jesús como su Salvador, fue adoptado como hijo de Dios. Por tanto, tenía todos los privilegios que acompañan a un hijo nacido de nuevo: sus pecados fueron perdonados (Hch 2.38), fue apartado para el servicio del Señor (Ga 1.15), y recibió al Espíritu Santo (Jn 14.17). Pablo fue un siervo efectivo, porque el Espíritu derramaba su poder sobre él cada vez que Dios le daba una misión a cumplir.
Pensemos en el tiempo que Pablo estuvo preso. El Espíritu Santo le dio el vigor físico y mental para soportar los rigores de la cárcel. Al mismo tiempo, puso en el corazón de los otros creyentes la carga de proveer para sus necesidades materiales (Fil 4.18). Pero lo más importante fue que el Espíritu Santo ensanchó el ministerio de Pablo al darle el valor para testificar de Jesús a sus carceleros romanos (Fil 1.13).
Pablo confiaba en el Señor para tener fortaleza, y por eso nunca renunció a su fe. Servimos al mismo Dios todopoderoso, lo que significa que no tenemos ninguna excusa para huir de su plan para nuestra vida. El Espíritu Santo mora en nosotros, y está listo para darnos su poder si obedecemos el llamado del Señor.
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