La ira puede romper la comunicación y destruir amistades. Si es reprimida, este sentimiento se convierte en resentimiento, lo cual daña la mente y la conducta. Si no es controlada, la ira puede manifestarse con una expresión de rabia que hiere no solo a quien es dirigida, sino también a otros.
Aunque podamos pensar en muchas razones para justificar nuestra ira, el único criterio que importa es el del Señor. El libro de Proverbios ofrece una perspectiva clara de cómo ve el Señor a la persona airada. Él dice que actúa locamente (Pr 14.17), promueve contiendas (Pr 15.18) y comete pecado (Pr 29.22). También nos alerta en cuanto a no asociarnos con tales personas (Pr 22.24). En cambio, quienes son lentos para la ira son grandes de entendimiento (Pr 14.29) y demuestran sabiduría (29.8, 11). Alejarse de la contienda es también honroso para la persona (Pr 20.3).
En el Nuevo Testamento, el apóstol Santiago compara a la lengua con una pequeña chispa que puede incendiar a todo un bosque (Stg 3.5, 6). Él sabía el daño que puede hacer una persona airada. También escribió que nuestra ira no produce la vida de santidad que Dios desea para nosotros, ni tampoco corresponde con lo que somos en Cristo. Jesús pagó nuestra deuda por el pecado con su vida para liberarnos de nuestra conducta pecaminosa.
Las pocas veces que Jesús se airó estuvieron acorde con los propósitos de Dios. Pero, en nosotros, el sentimiento de ira se origina por lo general como una autodefensa o por los deseos frustrados. Si Dios le ha declarado culpable de tener una ira pecaminosa, arrepiéntase de su pecado y permita que el Espíritu Santo reproduzca en usted el carácter de Cristo.
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