Mientras estuvo bajo arresto domiciliario, Pablo escribió su carta a los Filipenses. El apóstol podía recibir visitantes, pero no viajar. A pesar de vivir en una casa, lo más probable es que estuviese encadenado a un soldado romano las veinticuatro horas del día. Además, debido a que un juicio podía tardar varios años, él sabía que esa podría ser su condición por el resto de su vida.
Bajo tales circunstancias, Pablo pudo haber pensado pedir al Señor que lo liberara. Después de todo, Dios lo había llamado a predicar, discipular a los creyentes y alcanzar a los gentiles. Pero estaba atascado en Roma, sin la posibilidad de plantar nuevas iglesias o de visitar a quienes alimentaba con sus epístolas. Además de ser injusto, el encarcelamiento le impedía hacer su importante trabajo. Sin duda, Pablo tenía derecho a quejarse pues había sufrido persecuciones, naufragios y golpizas por el evangelio. Sin embargo, nunca se quejó. Su carta a la iglesia en Filipos está llena de júbilo, ya que el estar enfocado en Dios le permitía sobrellevar sus circunstancias (Fil 4.8).
Cuanto más hablemos y nos quejemos de una situación, peor se verá, y terminará cobrando mayor importancia que nuestra fe. En cambio, llevar los problemas directamente a Dios nos ayuda a ver que el Señor es más grande que cualquier dificultad. En su poder, nos elevamos por encima de la dificultad.
Los problemas pueden parecer tan grandes y difíciles de manejar que distorsionan nuestra perspectiva. Dios nos invita a superar nuestras circunstancias, fijando los ojos en Él. Las pruebas de esta vida se achican cuando las comparamos con lo que puede hacer nuestro misericordioso y poderoso Señor, quien defiende a su pueblo con poder.
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