A las personas que no oran en público les encanta Mateo 6.6, porque Jesús recomienda orar en secreto. Pero la intención de Cristo no era el lugar sino nuestra actitud. Su consejo no era que evitemos orar en público; más bien, era una advertencia de no orar hipócritamente para tener la aprobación de los demás.
Podemos apresurarnos a pensar de que nosotros nunca haríamos eso, porque, en realidad, orar en público puede ser intimidante para muchos creyentes. Nos preguntamos cómo les parecimos a los demás. ¿Dije las cosas como eran? ¿Qué pensaron de mis palabras? ¿Fue muy larga mi oración?
En general, nuestro problema no es tanto tratar de impresionar a los demás con nuestra elocuencia y espiritualidad, sino nuestro sentimiento de inseguridad, cohibición e ineptitud. Pero si nuestro enfoque es cómo sonamos a los demás, podemos estar orando como los hipócritas, porque en lo único que podemos pensar es en la percepción que tienen los demás de nosotros. Es posible que no lo admitamos, pero queremos su aprobación.
Sin embargo, el Señor nunca nos reprende por no expresarnos bien o no utilizar correctamente la gramática. Él escucha la motivación de nuestro espíritu. No importa qué tan bien hablemos, si estamos realmente dirigiéndonos a Él, y no a otras personas. Cuando nos enfocamos en Dios, su Espíritu se une con el nuestro, y quienes nos escuchan son atraídos a esa dulce comunión.
La solución para la hipocresía no es abstenerse de toda oración en público. Ya sea que oremos en un cuarto o en un auditorio lleno de gente, debemos recordar que estamos hablando a una audiencia de una sola Persona, y que Él se deleita escuchando a sus hijos.
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