¿Quién es un siervo de Dios? Haga esa pregunta al creyente promedio, y probablemente le dirá que es su pastor o un cristiano famoso. Es casi seguro que no dirá: “Yo soy un siervo de Dios”. La iglesia tiene la idea confusa de que los creyentes están divididos en dos categorías: ministros y laicos. Pero en la Biblia no hay tal distinción. Por eso, Pablo les recuerda a los efesios que los creyentes son salvos para que puedan servir (Efesios 2.10).
Si no hubiera otra razón para servir a Dios, aparte de la gratitud por la salvación, eso sería ya motivo suficiente. Fuimos rescatados del tormento, y recibimos la vida eterna con la presencia interior del Espíritu Santo. Nuestro servicio es solo un pequeño reconocimiento de que el Padre envió a su Hijo para ser sacrificado en pago de la deuda de pecado que nosotros teníamos. No tenemos ningún derecho a no dar de nuestros dones o de nuestro tiempo.
Muchas personas, incluso creyentes, sirven a su propio “yo”. ¿Qué satisface y agrada al “yo”? ¿Qué es conveniente para el “yo”? ¿Qué hace feliz y próspero al “yo”? Cuando un pastor pide ayuda, la mayoría de sus feligreses están seguros de que está hablando a otra persona, porque “yo” no estoy capacitado o estoy demasiado ocupado. La realidad es que si el “yo” es nuestro amo, estamos cometiendo idolatría. Todo lo que le quita el primer lugar a Dios, incluyendo los deseos egoístas, es un ídolo.
Nuestro servicio no es una opción. Dios nos llama a ser siervos para que podamos invertir nuestra vida en un objetivo eternamente loable: la salvación y el discipulado de los que aún no lo conocen, todo para la gloria de Él.
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