El pecado puede destruir nuestra fe en la seguridad eterna. Dios prometió que cualquiera que cree que Jesucristo murió en la cruz por su pecado, vivirá para siempre en el cielo (Jn 6.40). Pero, debido a que el pecado no confesado crea una barrera entre el Señor y el creyente, produce un cortocircuito en la fe y la seguridad.
Cuando un creyente confiesa su pecado, el Padre celestial lo perdona y lo limpia (1 Jn 1.9). Pero si el cristiano no reconoce su pecado, experimentará un alejamiento de Dios. Podrá sentirse indigno del amor del Padre, e incluso luchar con un sentimiento de rechazo. Aunque podemos dudar de nuestra seguridad eterna, no podemos perder jamás nuestra salvación o nuestro lugar en el cielo.
Muchas veces, las personas confunden la mano correctiva del Señor con la condenación. Dicen: “Dios no me haría pasar por esto si fuera salvo”. En realidad, es todo lo contrario. El Padre celestial disciplina a quienes Él ama, por lo que la corrección es prueba de que somos sus hijos (He 12.6, 7). El castigo es su manera de hacer volver al creyente descarriado.
El Señor Jesús es nuestro Abogado delante de Dios. Al igual que los sumos sacerdotes del antiguo Israel, Él expía nuestros pecados por medio del sacrificio: con su muerte en la cruz. Nuestros pecados no pueden hacer desaparecer su gracia. En el momento que confesamos nuestro pecado, el distanciamiento desaparece y la seguridad vuelve de nuevo y en abundancia a nuestro corazón.
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