Bertha Smith, una misionera sirviendo en la China, me dijo una vez unas de las palabras más desalentadoras que yo haya escuchado: “Charles, quiero decirte que no podrás ser mejor de lo que fuiste, de lo que eres ahora y de lo que podrás ser”.
Yo había crecido creyendo una mentira: que los creyentes tenían que fatigarse tratando de hacer todo bien todo el tiempo. Por fortuna, Bertha no había terminado. “Dios nunca tuvo la intención de que fueras mejor, porque tú no puedes cambiar tu condición humana”, dijo. “Pero el Espíritu Santo, que vive en ti, te permitirá ser mejor”.
Ella tenía razón. Mi carne no ha cambiado una pizca. Pero el Espíritu Santo libera su poder sobrenatural en mi vida, y me encuentro más allá de lo que es inherente a mi propia naturaleza humana. Y es por esa razón que el Señor habita en toda persona que le obedece.
Aunque las obras del Espíritu Santo son numerosas, cuatro de ellas son básicas para la vida de fe: 1) El Espíritu ilumina la mente para que los creyentes entiendan las cosas de Dios. 2) Dinamiza los cuerpos físicos para que sirvan al Señor. 3) Capacita su voluntad para seguir haciendo lo correcto. 4) Vivifica sus emociones para sentir y expresar el fruto del Espíritu (Gá 5.22, 23).
Bertha Smith me enseñó una verdad importante: la carne es insuficiente. Solo el Espíritu Santo que vive en nosotros tiene el poder y la sabiduría para que podamos vivir en victoria. Es por eso que Dios nos lo dio. Por el Espíritu cosechamos todos los beneficios de una vida recta y consagrada a Cristo.
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