Pablo creía que nada merecía que se jactara, excepto de la cruz (Gá 6.14). Y tenía una buena razón para pensar así, porque todo el plan divino de salvación depende de un tosco madero. Nuestra relación con el Padre celestial es posible gracias a la muerte expiatoria de Jesús. Por su sangre, somos justificados; somos libres de la culpa y del castigo por el pecado.
Gálatas 2.16 (NVI) dice: “Nadie es justificado por las obras que demanda la ley”; es decir, una vida limpia por sí sola no puede hacerse merecedora de la aceptación de Dios. Sin embargo, algunos incrédulos que rechazan el mensaje de la cruz ponen su confianza en una “balanza” cósmica. Confían en que el Señor pesará sus buenas acciones contra las malas, y que Él quedará satisfecho.
Pero, si esta filosofía de la balanza fuera cierta, la muerte de Jesús no tendría sentido. Un Padre que aceptara diversos caminos para lograr la salvación, y que, aun así, sacrificó a su Hijo, no podría ser llamado bueno. Las personas pasan por alto este claro razonamiento, aferrándose a sus ideas.
El problema es el orgullo. Puesto que es natural desear ser aceptado, las personas quieren creer que algo dentro de ellos es digno de ser amado. Pero la cruz exige que nos postremos ante Dios con las manos vacías.
Cuando reconocemos con humildad que no podemos pagar nuestra deuda de pecado, tenemos que aceptar el pago que Jesús hizo a favor nuestro.
No tenemos nada que ofrecerle a Dios, pero la verdad es que Él no espera nada. El Padre celestial creó un plan de salvación que limpia la mancha de nuestro pecado y nos reconcilia con Él.
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