La pregunta se mantenía en el aire como una espesa niebla. Había un silencio absoluto. El pequeño grupo que estaba alrededor de Jesús miraba con estupefacción, demasiado asustados o inseguros para poder hablar. No sabían qué decir en respuesta a la pregunta del Señor: “¿Quién decís vosotros que soy yo?” (Mt 16.15).
Entonces, como si una mano invisible hubiera accionado un interruptor, dándole un discernimiento perfecto, Simón Pedro levantó su cabeza. Sostuvo la mirada de Jesús, y dijo: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Mt 16.16). Pedro no se equivocó.
Llamar a Jesús “Cristo” e “Hijo de Dios” no era algo sin importancia en los tiempos bíblicos. Tal afirmación llevó a la muerte a muchos creyentes, ya que las autoridades judías y romanas perseguían a los cristianos que estaban dispuestos a dar la cara por su fe. Aun algunos que caminaban lado a lado con Jesús y que con emoción tomaban parte en su ministerio, a veces dudaban en llamarlo “Cristo”. Era un riesgo enorme. Por eso, a veces permanecían callados mientras seguían adelante con su trabajo en favor del reino.
¿No es interesante que la iglesia hoy tenga a menudo el mismo problema? Muchas personas se apresuran a exclamar: “¡Jesús es el Señor!”, pero luego no se ocupan de su obra.
¿Hay alguna disparidad entre lo que usted profesa con su boca, y lo que está haciendo para el reino de Dios? Jesús nos llama a ser íntegros en testimonio y en hechos. Si su confesión es “Jesús es el Señor”, entonces su vida debe reflejar su valiente posición. ¿Qué pudiera usted hacer hoy para mostrar su fe a otros?