El rey Salomón no fue solo el hombre más sabio que haya existido (1 R 3.12); también fue bendecido con riquezas inimaginables y con el privilegio de construir el templo de Dios. Por tanto, es de esperar que supiera lo que era la satisfacción profunda.
En la búsqueda de esa satisfacción profunda, Salomón se dedicó a incursionar en toda clase de cosas. Eclesiastés nos dice que se entregó a los placeres del mundo, interesándose incluso en actividades que sabía que eran una locura, para ver si había algo que valiera la pena en ellas. Pero la satisfacción que buscaba Salomón lo esquivaba, y llegó a la conclusión de que la autocomplacencia no tenía ningún valor.
Para sentir satisfacción, el rey buscó la realización personal. Emprendió grandes proyectos, tales como la construcción de casas para él, el mejoramiento de su entorno con jardines y parques y llevó a cabo un vasto proyecto de irrigación (Ec 2.4-6). El rey tenía todo lo que podía necesitar para disfrutar de la vida, pero al final llegó a la conclusión que nada de esas cosas tenían sentido.
La historia nos resulta familiar, ¿verdad? Nuestro mundo tiene muchas personas educadas y exitosas, pero también muy descontentas con la vida. Nuestra cultura persigue el placer y no acepta límites. Lamentablemente, esa falta de moderación ha arruinado innumerables vidas. Salomón tenía la sabiduría y los recursos para lograr todo lo que quisiera hacer. Pero los objetivos que persiguió no le dieron ninguna satisfacción. Llegó a la conclusión que lo mejor era obedecer a Dios (Ec 12.13). El gozo verdadero se tiene cuando nos ajustamos a la voluntad de Él.
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