La humildad es una convicción sana de nuestros méritos, talentos y logros. En la vida de cualquier creyente puede existir un gran obstáculo para la humildad: el orgullo. Pensar en uno como superior a los demás es lo opuesto a la humildad de corazón que Dios nos pide que demostremos (Fil 2.3). El orgullo es engañoso, pues es posible que no lo reconozcamos. Aun más peligrosa es la persona que es orgullosa por dentro, pero aparenta ser humilde por fuera. Sin embargo, no podemos engañar a Dios.
Nuestro Padre celestial detesta el orgullo porque conoce su poder destructivo. Cuando somos orgullosos, decimos, en realidad, que sabemos más que Dios. El Señor pone al orgullo (“los ojos altivos”) en el primer lugar de la lista de siete abominaciones. Eso no significa que Él odia a la persona orgullosa. Dios nos ama a todos; pero aborrece todo lo que pueda dañarnos.
El orgullo bloquea nuestra comunicación con Dios. Cuando Jesús estuvo de pie delante del rey Herodes, quien tenía fama de ser orgulloso, el Señor se negó a responder sus preguntas (Lc 23.9). Igualmente, nosotros no podemos venir a Dios con orgullo y esperar que nuestras oraciones sean respondidas. Nuestra dignidad no es lo que Dios toma en consideración para responder nuestras oraciones; la verdad es que no somos dignos. Pero Dios responde a nuestra necesidad.
Si intentamos vivir con nuestras fuerzas, podemos esperar que Dios arruine nuestros éxitos (2 Cr 26), ridiculice nuestros planes (Sal 2.1-5) y nos quite nuestra posición (Dn 5). Él quiere que renunciemos a nuestro orgullo antes de que nos destruya.
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