El ruego de Jesús al contemplar la cruz fue que Él pudiera glorificar a su Padre (Jn 17.1). Ese debe ser también el deseo de nuestro corazón. Cuando despertemos cada mañana para iniciar un nuevo día y las noticias de tragedias o victorias lleguen a nosotros, nuestro ruego debe ser: “Padre, glorifícate”. En las tareas más sencillas y en las más difíciles, el anhelo del cristiano debe ser que Dios sea glorificado.
Cuando oramos por su glorificación, estamos diciendo: “Señor, haz lo que sea para que recibas mayor honra, y para que seas conocido”. Significa que también estamos rindiendo lo que queremos que sea el resultado. Dios, en su soberanía, decidirá qué será lo que traerá honra a su nombre. Y pase lo que pase, debemos creer que Él ha hecho precisamente eso.
Vivimos en un mundo que se niega a darle al Señor la honra y la alabanza debida a su nombre. La gente rechaza al Hijo y se rehúsa a creer en Él. Pero la gloria de Dios continúa, porque su gloria es la perfección de su carácter, el cual nunca cambia.
Dios nos llama a alabar su nombre. Nosotros no podemos añadirle nada a su gloria, pero sí podemos proclamarla y revelarla. Lo honramos al adorarlo en nuestras iglesias, al testificar de su obra en nuestra vida y al proclamar la verdad de su santa Palabra en nuestras comunidades.
Con nuestras actitudes, acciones y palabras, tenemos el privilegio de mostrar a nuestro Padre misericordioso a un mundo que, aunque hostil, lo necesita desesperadamente. Vengamos y unámonos en amor para darle a Él la gloria.
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