En una fría tarde de noviembre me senté bajo una tienda verde con el ataúd de mi madre delante de mí. ¿Cuántas veces había yo estado en los cementerios, ofreciendo consuelo y la Palabra de Dios a aquellos que habían perdido a un ser querido? Pero esta fue mi primera experiencia al estar al otro lado del ataúd. Mientras estaba allí, un pensamiento terrible me vino a la cabeza: ¡Supongamos que no hay resurrección! Esta idea fue rápidamente rechazada por mi fe y mi confianza en Cristo. Pero duró lo suficiente como para que yo sintiera la desesperación y la desesperanza de tal creencia.
Para ayudarnos a entender la victoria de Cristo sobre la tumba, pensemos en lo que sería la consecuencia de la vida y de la muerte sin la resurrección. Primero, Jesús seguiría muerto. Eso significa que nuestra fe en Él sería inútil, y nuestro mensaje al mundo una mentira. Además, Jesús mismo quedaría como un mentiroso ya que Él afirmó que resucitaría de los muertos.
No habría perdón de nuestros pecados, ni posibilidad de reconciliación con Dios, ni esperanza del cielo. Todos los creyentes fallecidos a lo largo de la historia se habrían perdido. Sin la resurrección, no habría nada positivo que alguien pueda esperar. El destino de todos después de la muerte sería el infierno.
Pero, gracias a Dios, ninguno de estos escenarios son ciertos. Nuestro Salvador vive, nuestros pecados son perdonados, la muerte ha sido derrotada y los creyentes en Cristo tienen seguridad de la eternidad en el cielo con Él. Después de considerar cuán desesperanzados seríamos sin una resurrección, regocijémonos aún más por la grandeza de nuestra salvación.
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