MEDICIONES SIN VALOR Marzo 27
Porque no nos atrevemos a contarnos ni a compararnos con algunos que se
alaban a sí mismos; pero ellos, midiéndose a sí mismos y comparándose consigo
mismos, carecen de entendimiento. 2
Corintios 10.12 (LBLA)
En cierta ocasión, Jesús contó una parábola que, dice el
evangelista, estaba destinada a las personas que confiaban en sí mismas como
justas (Lc 18.9). En esa oportunidad, habló de un fariseo que, puesto en pie,
oraba para sí de esta manera: «Dios, te doy gracias porque no soy como los
otros hombres…» Sin avanzar en la lectura del pasaje, ya detectamos algo errado
en el planteo que hace este fariseo.
A sus ojos, lo que lo justificaba, era su propia conducta
que, comparada a la de otros hombres, parecía ser excesivamente piadosa.
Existen, sin embargo, dos errores fatales en su análisis. El primero es que la
evaluación de su propia vida la realiza él mismo. Desconoce el principio que
ningún hombre es capaz de conocer acertadamente la realidad de su propia vida.
El salmista exclama: «¿Quién puede discernir sus propios errores?» (Sal 19.12).
La respuesta está implícita en la pregunta: ¡nadie!
El segundo error está en compararse con otros hombres.
Esto es algo muy propio de la cultura que nos rodea, un hábito que nos ha sido
enseñado de muy pequeños. Nacimos compitiendo con nuestros hermanos, fuimos
introducidos en un sistema educativo que perpetuó el sistema de competencia, y
luego salimos a un mercado laboral donde la competencia pareciera un elemento
indispensable para sobrevivir. Para poder avanzar en cada etapa creímos
necesario saber continuamente cómo se comparaba nuestra vida con la de los
demás.
El problema principal con la comparación es que nosotros
escogemos con quien compararnos. Inevitablemente, las comparaciones las realizamos
con aquellas personas que más favorablemente nos van a dejar parados. Para ver
si somos generosos, nos comparamos con los que nunca dan. Para saber si somos
pobres, nos comparamos con los que más tienen. Para ver si somos trabajadores,
nos comparamos con los más holgazanes. De esta manera, las comparaciones nunca
nos dejan un cuadro acertado del verdadero estado de nuestra vida.
Pablo afirma que los que han caído en comparaciones,
carecen de entendimiento. La obra de cada uno tendrá que ser evaluada sola, sin
más puntos de referencia que los parámetros eternos establecidos por Dios
mismo. En el momento en que nos presentemos delante de su trono, no podremos
señalar las debilidades de los demás para que nuestras propias flaquezas no
parezcan tan importantes.
Es importante, entonces, que nosotros no seamos los
protagonistas de nuestra propia aprobación, sino que permitamos que Otro haga
una evaluación más acertada de nuestra persona.
Para pensar:
Pablo termina este
pasaje con palabras que deben conducirnos hacia la reflexión: «Pero el que se
gloría, gloríese en el Señor. No es aprobado el que se alaba a sí mismo, sino
aquel a quien el Señor alaba» (2 Co 10.17–18). ¡Vivamos de tal manera que el
Señor mismo sea el que nos alaba!
Shaw, C. (2005). Alza tus ojos. San José, Costa Rica,
Centroamérica: Desarrollo Cristiano Internacional.
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