Hay un mensaje sencillo que se repite una y otra vez en toda la Biblia: Dios se goza más por nuestros esfuerzos en conocerle, que por cualquier otra cosa que pudiéramos ofrecerle. Dios nos creó con un profundo deseo de que le conozcamos; por tanto, no debiera ser difícil entender que buscarle expresa nuestro amor mucho mejor que las palabras.
Comenzamos a aprovechar nuestro gran privilegio de conocer personalmente a Dios cuando recibimos su regalo de vida nueva en Cristo. A partir de ese momento somos llenos de su Espíritu Santo. El Señor Jesús, nuestro mediador, salvó la brecha de pecado que separaba a Dios y al hombre. Por su muerte en la cruz, hizo posible que, a pesar de lo pecadores que éramos, nos convirtiéramos en hijos de Jehová de los ejércitos, cuya santidad abrumó a Isaías (Is 6.1-7). Es imposible conocer verdaderamente a Dios, sin conocer primero a Jesús.
Si nos centramos exclusivamente en nuestras preocupaciones, aprenderemos muy poco acerca del Señor. Para hacer nuestro el privilegio que Cristo nos ha dado —el de conocer al Padre— tenemos que estar interesados en lo que le interesa a Él. Al observar con atención su manera de hacer las cosas, podemos llegar a entender lo que considera importante. Sabemos que a Dios le importan los que andan en oscuridad, los que no tienen a nadie que les ayude, los enfermos, los que sufren y los que mueren. Para aprovechar al máximo el privilegio de conocer al Señor más profundamente, debemos llevar su amor al mundo, e involucrarnos cada día en lo que está haciendo a nuestro alrededor.
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