El Señor Jesús comisionó a sus seguidores a ir y hacer discípulos, “bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo” (Mt 28.19). A medida que la iglesia primitiva difundía el mensaje del evangelio, la respuesta de fe del nuevo creyente era el bautismo. Lo cual indicaba públicamente que la persona era ahora seguidora de Jesucristo.
Los símbolos sirven para comunicar lo que las palabras no pueden. El bautismo es un símbolo de nuestra experiencia de salvación. Mediante este acto, proclamamos que Jesús murió por nuestros pecados, de que fue sepultado y resucitó; y damos testimonio de que hemos recibido su poderosa transformación.
La palabra “bautizar” en la Biblia es la misma que se usa en griego para describir una tela que se sumerge en un tinte —se refiere a un cambio total. Por eso, al ser sumergidos en el agua, declaramos que estamos eligiendo morir a la vida vieja y nos estamos uniendo con Cristo. Nuestro pecado es sepultado con Él, y el poder del pecado es vencido por la muerte de Cristo en la cruz (Ro 6.14). Cuando somos levantados del agua, afirmamos la resurrección del Señor Jesús. El bautismo es una manera simbólica de decir que, así como el Señor venció la muerte y resucitó, nosotros resucitaremos espiritualmente. Somos “nacidos de nuevo” y transformados por el poder de su Santo Espíritu.
En la Biblia, “creer” no es una palabra que indica aceptación intelectual, sino acción. Nuestra fe nunca debe ser ocultada como una luz puesta debajo de un almud (Lc 11.33); nuestros familiares y amigos necesitan ver el evangelio en acción.
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