El viñador planta y cuida sus vides con el propósito de verlas producir uvas. Dios, como nuestro viñador, nos exhorta a dar fruto espiritual. Él quiere que seamos más como Cristo, caracterizado por el amor, el gozo, la paz, la paciencia, la benignidad, la bondad, la fe, la mansedumbre y la templanza (Gá 5.22, 23). Nuestro Padre celestial quiere asegurarse de que los creyentes seamos fructíferos; por esta razón, somos quitados del viejo árbol de la humanidad e injertados en la nueva vid: Jesucristo.
Después de su bautismo, Jesús fue “lleno del Espíritu Santo”, quien lo condujo al paso siguiente (Lc 4.1). La vida y el ministerio de Cristo fueron el resultado del poder del Espíritu Santo en su vida, y cuando decidimos seguirlo, Él envía al Ayudador a habitar en nosotros. En el lenguaje de los viñedos, la savia de la vid fluye a la rama injertada dándole vida y la capacidad de producir la clase de fruto propio de esa planta. La rama y la vid se convierten en una sola vida. La traducción de la Biblia al Día dice: “Vivan [...] enraizados en Él, y nútranse de Él” (Col 2.7).
Algunas personas huyen de la vida cristiana porque piensan que no pueden vivirla. Y tienen razón, no pueden, pero el Espíritu Santo sí puede. Cuando somos uno con Jesucristo, el Espíritu de Dios vive a través de nosotros. Eso no significa que seamos libres de responsabilidad, ya que el Espíritu puede hacer su obra solo si decidimos sabiamente rendirnos a Él. Cuando seguimos obedientemente al Señor, nuestro gozo y nuestra paz no dependen de las circunstancias; Aquél en quienes estamos enraizados es nuestro gozo y nuestra paz.
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