Dejar dinero como herencia a nuestros hijos no es tan importante como prepararlos con un legado espiritual que dure toda la vida. Pero qué tanto decidamos dedicar a la formación de la fe en nuestros herederos dependerá de nosotros.
En realidad, todo lo que un padre haga y diga —o deje de hacer y decir— es parte de ese legado. El entendimiento que llega a tener un niño acerca de Dios y del mundo se desarrolla a medida que toma nota del estilo de vida de sus padres, de los principios que rigen sus acciones y del poder de sus palabras. Los niños observan si los padres valoran la obediencia a Dios y notan lo que sucede cuando ellos obedecen (o no) su Palabra. Sus primeras lecciones en cuanto a perdón, generosidad y servicio a los demás las aprenden en el hogar, ya sean impartidas de manera intencional o no. Además, su hijo se dará cuenta de si sus principios y sus palabras no están en armonía.
Invertir en un legado espiritual no termina cuando un hijo llega a la edad adulta. Cuando nuestros hijos salen al mundo, seguimos teniendo la responsabilidad de transmitirles las lecciones que hemos aprendido como hijos de Dios. Mi madre me enseñó a tener fe inquebrantable y obediencia absoluta al Señor. Sus enseñanzas han seguido más allá de su vida, al pasar de una generación a otra.
Si alguien le hubiera preguntado acerca de su herencia, mi madre habría dicho: “No tengo nada que dejarle a Charles”. Pero eso no es verdad. Ella derramó su vida en la mía, asegurándose de que yo supiera lo que era ser amado, conocer a Dios y vivir sabiamente en su voluntad. Esa es mi valiosa herencia espiritual.
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