Israel puede ser una tierra polvorienta, y los pies calzados con sandalias se ensucian yendo de un lado a otro. En la antigüedad, la persona que entraba en una casa se quitaba las sandalias y se lavaba los pies. O si los dueños de la casa eran ricos, los sirvientes eran quienes les lavaban los pies. Esta desagradable pero necesaria tarea correspondía al sirviente que tenía la jerarquía más baja.
Imagine la sorpresa de los discípulos cuando el Hijo de Dios tomó el papel de un simple siervo para arrodillarse a lavar sus pies. La necesidad de este servicio era enorme, ya que habían estado viajando por un tiempo. Pero nadie se ofreció a hacerlo.
Cristo hizo algo más que suplir una necesidad; dio una lección. Cómo Él explicó: “Les he puesto el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo he hecho con ustedes” (Jn 13.15 NVI). Algunas iglesias han interpretado erróneamente esto, haciendo del lavado de los pies una ordenanza. Pero uno puede limpiarle la piel a otra persona sin pensar en el significado de la acción de Cristo.
En realidad, la acción en sí no es el punto principal; la actitud es lo que cuenta. Cristo desea que estemos dispuestos a humillarnos para servir a los demás. Él está buscando hombres y mujeres que dejen de lado el orgullo, la posición y el poder para hacer lo que sea necesario, dondequiera que haga falta, y en favor de quien necesite ayuda.
Jesús realizó sus más grandes y humildes actos de servicio en menos de veinticuatro horas. Lavó pies sucios usando las dos manos que serían traspasadas por los clavos el día siguiente. El mensaje aquí es que toda tarea que Dios nos da es importante para su reino.
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