Cada domingo, innumerables personas en todo el mundo van a las iglesias con un falso sentido de seguridad. Asumen que su moralidad, su membresía, o el bautismo les merecerán un lugar en el cielo. Aunque muchas de estas personas desean sinceramente agradar a Dios, están equivocadas en cuanto a qué es la vida cristiana. Piensan en términos de hacer en vez de ser. Por tanto, imitan las acciones de los buenos cristianos: asisten a un servicio semanal, oran, leen la Biblia y tratan de ser personas decentes.
Sin embargo, la salvación no es el producto de las buenas obras. Venimos al mundo con una naturaleza corrupta, y toda maldad proviene de un corazón apartado del Señor. Pecamos porque somos pecadores. Es así de simple. La buena noticia es que en la experiencia de la salvación se nos da una nueva naturaleza (2 Co 5.17). Nuestro pecado es borrado porque Jesucristo sacrificó su vida por nosotros. Desde el momento en que pusimos nuestra fe en Él, el Espíritu Santo mora en nuestro corazón para que podamos vivir rectamente.
El mundo valora la acción, pero Dios da prioridad a la relación, específicamente a una buena relación con Él. Las personas que van por allí haciendo alarde de religiosidad están desaprovechando la relación profundamente satisfactoria y gozosa que hay entre un creyente y el Señor.
Podemos ayudar a corregir la equivocación de las personas explicándoles la razón de nuestra esperanza (cp. 1 P 3.15). Dígales que la relación personal con Cristo es posible, cuando la persona reconoce su necesidad y pone su fe en Él como su Salvador. Si la luz de usted brilla, ella se reflejará bien en la iglesia.
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