LA HORA DE DEFINICIONES Abril
9
Como el mar se embravecía cada vez
más, le preguntaron: «¿Qué haremos contigo para que el mar se nos aquiete?» Él
les respondió: «Tomadme y echadme al mar, y el mar se os aquietará, pues sé que
por mi causa os ha sobrevenido esta gran tempestad». Jonás 1.11–12
No podemos saber exactamente en qué pensaba Jonás cuando
le dijo a los marineros que lo tomaran y echaran al mar. De seguro que no sabía
absolutamente nada del gran pez que Dios enviaría a rescatarlo, pues el Señor
estaba manejando esto a solas. Lo que sí vemos es que la convicción de pecado
lo había llevado a asumir la responsabilidad por la tormenta que azotaba la
embarcación. Aun poseía suficiente discernimiento para entender que esto era
algo que él mismo había provocado.
No obstante, su independencia persiste. Lo apropiado
hubiera sido que clamara a Dios por misericordia, confesando su pecado y
declarando su voluntad de hacer lo que se le había encomendado. Mas Jonás no
discernía el corazón misericordioso de Dios y entendía que, una vez desviado,
no tenía solución su pecado. Perdido por perdido, decidió tirarse al mar y
enfrentarse a una muerte casi segura.
¿Alguna vez, como líder, se ha encontrado luchando con
sentimientos similares? Parece que nuestros pecados pesan más cuando estamos
involucrados en ministrar al pueblo de Dios. Quizás, al estar en el ojo
público, nos acosa con mayor fuerza el sentimiento de vergüenza por lo que
hemos hecho. De todas maneras, en ocasiones hemos contemplado el abandonarlo
todo, porque sentimos que nuestro pecado ha acabado con la posibilidad de
seguir siendo útiles en las manos de Dios. Al igual que Pedro, pensamos
seriamente en volver a nuestras redes.
Esta forma de pensar es una de las razones por las cuales
practicamos tan poco la confesión. El enemigo de nuestras almas se encarga de
trabajar en nuestras mentes para que creamos que los pecados que hemos cometido
no tienen arreglo. El gran «gancho» por el cual nos mantiene atrapados es la
culpa. Creemos que Dios ya no podrá escucharnos, porque nuestra maldad no tiene
arreglo. Convencidos de esta realidad, entramos en la desesperación y
procuramos ponerle fin a nuestra miserable existencia.
El gran estorbo a nuestra relación con Dios no es lo
abominable de nuestro pecado, sino los requisitos que nosotros mismos nos
imponemos para venir a él. Nuestro pecado es una abominación, pero puede ser
perdonado con una simple confesión. Nosotros, no obstante, queremos adornar
nuestra confesión con demostraciones prácticas de nuestro arrepentimiento que
son innecesarias. Inmersos en el pecado, el mejor camino es acercarnos a él sin
vueltas, arrepentidos y, a la vez, confiados en su inmenso amor.
Para pensar:
En su magnífico
libro La Oración, Richard Foster describe la oración que es la base de todas
las otras oraciones, la oración sencilla. «Cometemos errores,» nos dice «muchos
de ellos. Pecamos, caemos, y esto con frecuencia -pero cada vez nos levantamos
y comenzamos de vuelta. Y otra vez nuestra insolencia nos derrota. No importa.
Confesamos y comenzamos otra vez… y otra vez… y otra vez. Es más; la oración
sencilla muchas veces es llamada la “oración de los nuevos comienzos”».
Shaw, C. (2005). Alza tus ojos. San José, Costa Rica,
Centroamérica: Desarrollo Cristiano Internacional.
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