La voluntad de Dios para la vida del creyente es que obtenga la victoria. Pero, a veces, podemos encontrarnos cayendo una y otra vez en un mismo pecado. Como resultado, nuestra vida de oración se caracteriza por promesas incumplidas de no reincidir en las faltas. Le decimos al Señor que anhelamos hacer lo correcto, pero a menudo nuestro deseo se desvanece cuando la integridad ya no es conveniente, placentera o rentable. Muchos creyentes se enojan con Dios porque no les da la victoria, pero el pecado es siempre elección nuestra, no del Señor.
Si una conciencia atormentada y sufrimientos son el resultado de nuestra decisión de pecar, ¿por qué seguimos pecando? Una de las razones es la falta de arrepentimiento total. Es posible que experimentemos dolor, humillación y vergüenza por el pecado, y no estar verdaderamente arrepentidos. La razón es que la mortificación no es cuestión de llorar o sentirse culpable; en vez de eso, el arrepentimiento verdadero es aceptar lo que Dios dice. Cuando lo hacemos, el corazón da un giro en dirección contraria a la transgresión persistente.
La segunda razón del fracaso es una visión inadecuada de nuestra verdadera identidad en el Señor. Nosotros, como hijos de Dios, tenemos al Espíritu Santo viviendo en nosotros para darnos poder. Si entendemos esta verdad, reconoceremos que el pecado no corresponde con quienes somos, y dejaremos de justificar nuestras faltas. Nuestro arrepentimiento genuino se basa en una comprensión plena y sincera de nuestra identidad.
Cuando juntamos estas dos verdades, creamos una herramienta poderosa contra Satanás. Nuestro Padre celestial quiere que seamos victoriosos, y que superemos nuestros fracasos al recordar que Cristo es la fuente de vida.
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