Las tormentas son inevitables. En la naturaleza, las fuertes tempestades dejan a su paso paisajes totalmente cambiados. Asimismo los problemas pueden alterar la dirección de nuestra vida.
Cuando surgen dificultades, es posible que le diga al Señor: “Estoy haciendo lo que me pediste; entonces, ¿por qué me sucede esto?” Este razonamiento considera que estar en el centro de la voluntad de Dios nos exime de problemas. En Mateo 14, vemos que Jesús mandó a los discípulos que entraran en la barca y que le esperaran en la orilla opuesta. Mientras le obedecían, surgieron olas y vientos fuertes. En verdad, las tormentas pueden surgir aun cuando nos encontremos exactamente donde Dios quiere que estemos (Jn 16.33).
Otra pregunta que nos hacemos a veces es: “Señor, ¿qué he hecho mal?” Muchos pensamos que somos parte del problema. Dios utiliza, en efecto, las pruebas para corregirnos, pero no todas las situaciones provienen de nuestros errores. Él puede permitir las dificultades para perfeccionarnos, es decir, para hacernos más semejantes a Cristo. Eso sucedió con los discípulos. El Señor Jesús sabía lo que les esperaba, y deseaba que fueran aptos para la obra que les estaba llamando a hacer. Los impetuosos vientos crearon un ambiente propicio para que aprendieran una lección clave para su ministerio futuro.
Dios usa maneras diferentes para capacitarnos, pues quiere que seamos siervos de Jesucristo fuertes y dinámicos. Entendamos que nada puede sucederle a un hijo de Dios, a menos que Él lo permita. En vez de bajar nuestras cabezas ante las luchas de la vida, alcemos nuestros ojos al Señor, y busquemos sus propósitos en los retos que enfrentemos.
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