Abraham enfrentó una de las mayores pruebas de obediencia relatadas en la Biblia: Dios le pidió que sacrificara a su hijo, Isaac. Es difícil imaginar la turbación y el dolor que debió causarle esta petición. Pero Abraham obedeció de buena gana y con rapidez. Su respuesta nos enseña importantes lecciones en cuanto a someternos a Dios.
La obediencia a menudo contradice la lógica. Dios le había prometido a Abraham una descendencia imposible de contar, pero luego le pide que sacrifique al padre de esa descendencia. Sin embargo, Abraham confió en que Dios cumpliría su promesa, y se dispuso a obedecer (He 11.18, 19).
La obediencia significa dejar las consecuencias a Dios. Abraham no tenía ni idea de cómo podría cumplirse la promesa si Isaac estaba muerto. Pero sus palabras y sus acciones indican que él creía en la soberanía divina. Cuando Abraham llevó al muchacho al monte Moriah, dijo a sus criados: “Esperad aquí … yo y el muchacho iremos hasta allí y adoraremos, y volveremos a vosotros” (Gn 22.5). No dijo: “Yo volveré”, sino que expresó que ambos regresarían. Abraham fue al lugar santo dispuesto a obedecer. Esperaba, al mismo tiempo, que el Señor preservaría a Isaac, de algún modo, para cumplir su promesa. Y Dios lo hizo proveyendo un carnero en lugar del joven (Gn 22.13, 14).
El Señor ya sabe cómo reaccionaran sus hijos a las pruebas de la obediencia. Pero nos pone a prueba, porque quiere que sepamos hasta qué punto nos someteremos a Él. La disposición del creyente para obedecer (o desobedecer) revela el estado de su obediencia a Dios.
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