Saúl lo tenía todo a su favor. Era el hijo de un respetado soldado, era bien parecido y tenía un físico excelente (1 S 9.2). Y puesto que Dios lo eligió para dirigir a Israel en un tiempo cuando la nación tenía enemigos formidables, podemos suponer que también era un líder valiente y carismático. Hasta el profeta Samuel fue impresionado, y habló con admiración de Saúl en su coronación: “No hay semejante a él en todo el pueblo” (1 S 10.24).
Pero, a pesar de todos los atributos positivos de Saúl, éste pasó gran parte de su reinado desobedeciendo al Señor. Los errores de juicio del rey se debieron más que todo a que se creía mejor de lo que era. Un grave error desataría una reacción en cadena de pecados, como vemos en su desesperada búsqueda de la vida de David (1 S 18–26).
El Señor detesta la arrogancia en el corazón de los hombres. Cuando la persona tiene muy alto concepto de sí misma (Ro 12.3), deja de confiar en la gracia divina para tomar sus decisiones. Las consecuencias de esa manera equivocada de pensar son terribles. Por ejemplo, el rey pensaba que era tan grande, que ignoró la ley de Dios y ofreció un sacrificio antes de una batalla, en lugar de Samuel. Saúl rechazó someterse al mandamiento de Dios, y por eso el Señor le dio el reino a un hombre que sí lo haría (1 S 16.13, 14).
La soberbia aleja a una persona de los caminos del Señor. Con cada paso en falso, los corazones arrogantes se hunden en un desierto espiritual. Nada de valor eterno se puede encontrar en un lugar tan desolado. Pero el Señor dará una gozosa bienvenida a sus seguidores arrepentidos. Las bendiciones y el gozo aguardan a quienes andan en armonía con Él y buscan hacer su voluntad.
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