La soledad es un sentimiento poderoso. Puede conducir a la desesperación o a la búsqueda del Señor. También es un estado para el cual nunca fuimos concebidos. Desde el principio, Dios dijo que no era bueno que el hombre estuviera solo (Gn 2.18). Entonces, creó a Eva. Después de esto vino el pecado, el separador.
Desde entonces, hemos estado tratando de recuperar la comunión íntima que se perdió en el huerto del Edén. La mayoría de nosotros inicia este viaje de recuperación mediante la búsqueda de conexiones positivas con otras personas. Los amigos y la familia pueden ayudar enormemente, pero su presencia no puede tomar el lugar de la comunión con el Padre celestial. De hecho, nuestros mejores amigos pueden, a veces, impedir nuestros esfuerzos, pareciendo ofrecer lo que únicamente Dios puede dar. Creer semejante pretensión es idolatría —al permitir que algo tome el lugar de Dios.
Es por eso que vemos a lo largo de la Biblia a personas que amaban a Dios sometidas a la prueba de la soledad. Encontramos ejemplos en la historia de Jacob luchando solo con un ángel (Gn 32.24-32); a Elías, de pie solo en el monte Sinaí (1 R 19); e incluso al Señor Jesús orando solo en el huerto porque sus amigos se habían dormido (Mt 26.36-46). En los tres casos, la imagen es esencialmente la misma.
Esta desgarradora experiencia en nuestra vida está concebida con un propósito: descubrir que Dios es real. El proceso de aprendizaje puede tomar tiempo, pero es mucho más probable que confiemos en Dios si no hay nadie más en quién esperar. Cuando estamos totalmente solos, podemos aferrarnos a la promesa del Señor: “No te desampararé, ni te dejaré” (He 13.5).
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