He escuchado todas las excusas que usted puede imaginar para evitar el servicio misionero. “No he estudiado en el seminario”. “No sé predicar”. “Mi familia no me apoyará”. “Soy muy viejo”. La lista es interminable. Déjeme decirle que hay miles de misioneros activos que también pensaron que Dios no podría usarlos. Muchas veces he tenido el privilegio de escuchar sus historias de cómo el Señor convirtió su resistencia en entusiasmo.
Podemos tener un montón de excusas de por qué Dios no debe llamarnos a llevar el evangelio. Pero su llamado no es para que lo discutamos; Él espera una respuesta de obediencia y entrega.
Nuestra única responsabilidad es aceptar el llamado de Dios. La responsabilidad del Señor es equiparnos para la obra que nos ha asignado. A la vida de cada cristiano le ha sido trazado un plan personal, y Dios provee la personalidad y el temperamento adecuados. Luego añade las aptitudes que pueden ser desarrolladas y los dones espirituales necesarios para realizar la misión dada por Él.
Dios hace su llamado con sabiduría y discernimiento. Él sabe por qué le creó y lo que usted puede hacer por medio de Él (Ef 2.10). Rechazar la invitación de Dios es una insensatez, pues servir al Señor trae bendición y gozo.
El trabajo misionero puede hacerse cerca o lejos. Usted puede servir: desde su casa, escribiendo a los encarcelados; en la calle, sirviendo comida en un albergue; al otro lado del país, dando ayuda en caso de inundaciones; o en un país extranjero traduciendo el evangelio. En resumen, un llamado misionero es cualquier cosa que Dios le diga que haga.
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