El pecado no tiene favoritos. Ataca a todo el mundo, sin tener en cuenta edad, raza o condición económica. No importa la forma que tome, siempre nos tienta para que hagamos nuestra voluntad. La rebelión es dañina y atractiva, y la repetición de conductas pecaminosas nos esclaviza.
La desobediencia comienza en nuestra mente. Una vez que la mente se involucra, la influencia se extiende a nuestra conducta y avanza hasta que finalmente estamos más afianzados en ella de lo que jamás imaginamos. Todo el proceso esta impregnado por engaño. Nos decimos que lo que hacemos no tiene nada de malo. Al fin y al cabo, todo el mundo se comporta igual.
Las exigencias del pecado siguen aumentando; sus beneficios son solo a corto plazo. Al final, experimentamos vacío en vez de satisfacción, dolor en vez de bienestar y pérdidas en vez de ganancias. El pecado divide nuestra mente y nuestras emociones. Entonces pasamos menos tiempo cumpliendo con nuestras responsabilidades, y más satisfaciendo nuestras ansias. También nuestro interés y nuestra preocupación por los demás se reducen. Con el tiempo, los sentimientos de culpa y de haber sido engañados hacen sentir sus efectos y llevan a deseos autodestructivos.
La fe en Cristo nos libra de la dominación del pecado. Por medio del Espíritu Santo tenemos el poder de rechazar los hábitos que nos controlan. El camino hacia la libertad comienza con la confesión, seguida por el reconocimiento de que no podemos detenernos por nuestra cuenta y, finalmente, con el compromiso a seguir la dirección de Dios. La lucha puede ser fuerte, pero en Jesús la victoria es segura (1 Co 15.57).
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