Dios se interesa por nuestro bienestar físico. Después de todo, Él creó nuestros cuerpos como templo para su Espíritu. Y aunque Él puede curar la enfermedad, su intención original no fue que su creación perfecta experimentara enfermedades.
Pero en este mundo pecaminoso, las decisiones contrarias a lo establecido por Dios llevan, a veces, a enfermedades (Jn 5.14). Por tanto, cuando somos afligidos por alguna dolencia, es sabio pedir a Dios que examine nuestro corazón y nos revele cualquier cosa que Él quiera que sepamos (Sal 139.23, 24). Ya que el pecado puede actuar como un bloqueo a la oración (Sal 66.18), confesar cualquier pecado conocido es también una buena idea.
La mayoría de las veces, sin embargo, los problemas de salud son solo parte de nuestra condición humana, un síntoma de la condición caída de la humanidad, en vez de la evidencia de un pecado personal.
Ciertas situaciones, por supuesto, requieren atención médica inmediata, pero incluso en una crisis, nuestro Padre quiere que seamos conscientes de su presencia y que nos mantengamos en comunicación con Él (1 Ts 5.17). Cultivar un estilo de vida de oración, antes de que ocurra una emergencia, es la mejor manera de prepararse para lo inesperado.
Las instrucciones de la Biblia incluyen también orar unos por otros, y llamar a los ancianos de la iglesia para que vengan a orar y ungir con aceite, en el nombre de Jesús, a la persona enferma (Stg 5.14).
Dios tiene el poder para curar aun la enfermedad más mortal, pero a veces decide permitir que ella no desaparezca. Cuando pidamos al Señor que restaure nuestra salud, oremos con fe en su capacidad y confianza en su voluntad.
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