Los obstáculos del tamaño de una montaña son parte de vivir en un mundo caído. Vienen en todas las formas: problemas económicos, conflictos personales, quebrantos de salud, etc. Jesús dijo que tendríamos problemas en esta vida; eso es inevitable. Sin embargo, hay esperanza, porque Él ha vencido al mundo (Jn 16.33).
Cuando nuestros problemas parezcan aplastantes, Jesús nos dice que tengamos fe en Dios, y que oremos. El pasaje de hoy es muy especial, porque parece ser una promesa genérica para todo lo que queramos; Marcos 11.24 suena como si lo único que tenemos que hacer es recibir lo que pidamos, sea lo que sea. Pero este versículo no puede entenderse con independencia del resto de la Biblia. Consideremos, entonces, dos requisitos para esta promesa.
Dios se ha comprometido a eliminar únicamente aquello que obstaculice su voluntad. Jesús es nuestro ejemplo fundamental de esta verdad. Cuando se enfrentó a la posibilidad de morir en una cruz para llevar el pecado de toda la humanidad, ello pudo haberle parecido una montaña que había que quitar, pero sus oraciones se rigieron por estas palabras: “Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22.42).
Debemos también asegurarnos de que no seamos el obstáculo en el plan de Dios. El Señor Jesús señala en Marcos 11.25, 26 que un espíritu no perdonador rompe nuestra comunión con Dios, lo cual obstaculiza nuestras oraciones.
Nuestra primera reacción ante un obstáculo debe ser preguntarle al Señor: “¿Hay pecado en mi vida? ¿Mis peticiones armonizan con tu voluntad?”. Solo entonces podremos pedirle con confianza que quite nuestras montañas.
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