Para ayudarme con el pago de mis estudios en la universidad, pasaba las vacaciones trabajando en una fábrica textil. Mi tarea era en el área de blanqueo, la parte más caliente del complejo. No me gustaba el trabajo, ni el calor, ni el difícil jefe que tenía, y durante las primeras dos semanas mi insatisfacción se hizo evidente. Me di cuenta de que el trabajo no podía cambiar, pero mi manera de pensar sí. Entonces decidí trabajar como si el Señor fuera mi jefe, y esa decisión lo cambió todo.
El calor ya no me molestaba, el trabajo se me hizo tolerable y, lo mejor de todo, tuve muchas oportunidades de compartir mi fe porque mis colegas trabajadores notaron que yo era diferente. Cuando volví el verano siguiente, ese duro jefe me dio empleo sin vacilar. Tratar nuestro trabajo como una extensión de nuestro servicio a Dios es lo que cambia nuestra actitud. Agradar a Dios nos motiva a hacer las cosas lo mejor posible, y eso inevitablemente se traduce en motivo de gozo para el creyente. Un trabajo puede ser difícil, frustrante o aburrido, pero podemos estar satisfechos en vez de cultivar emociones negativas.
Una actitud de siervo impacta, igualmente, a otros empleados. El servicio que se hace con gentileza y humildad capta la atención de nuestros compañeros de trabajo, lo cual, a su vez, nos da la oportunidad de ministrar a aquellos con quienes pasamos varias horas al día.
Las recompensas del servicio entusiasta pueden tomar muchas formas, entre ellas una mayor satisfacción personal y la oportunidad de ser un reflejo de Cristo. También está la gran dicha de saber que nuestro Padre celestial se siente satisfecho por lo que hacemos.
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