Cuando imaginamos a Jesús como nuestro “puente hacia Dios”, es natural que pensemos en las cosas que nos separan del Padre celestial. Por eso, examinemos tres metáforas que señalan los obstáculos que hay entre nosotros y el Todopoderoso.
Primero, estamos separados por la altura. La Biblia llama a Dios el “Altísimo”, y lo presenta como “alto y sublime”. Está por encima de la Creación, Él mismo declara: “Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos” (Is 55.9). Sin duda alguna, Dios está por encima del hombre.
Segundo, estamos separados por la distancia. Moisés tuvo una experiencia de Dios por medio de la zarza ardiente, pero aun en ese sagrado momento el Señor le advirtió que no se acercara mucho (Éx 3.5). Después, cuando el pueblo de Israel construyó el templo y el tabernáculo, Dios les advirtió que no entraran al Lugar Santísimo, excepto para el único sacrificio anual, cuando solo una persona podía hacerlo, bajo condiciones estrictas (He 9.7). Entre Dios y el hombre hay una distancia que no puede ser traspasada.
Tercero, estamos separados por luz y fuego (1 Jn 1.5; Dt 4.24). Sabemos que mirar fijamente una luz intensa puede causar ceguera, y que estar cerca de una llama puede quemarnos la piel. Asimismo, si estuviéramos delante del Dios santo, seríamos consumidos (Dt 4.24).
¿Por qué razón vino Jesús a nosotros? Porque solo el perfecto, inmaculado Hijo de Dios podía llegar al Padre, acercarse a Él y estar en su presencia. En Cristo, podemos participar de esa intimidad.
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