Cuando usted escucha la palabra “iglesia”, ¿imagina un templo lleno de personas sonrientes y vestidas con elegancia? Por más encantadora que pueda ser esa imagen, el plan de Dios para la iglesia es otro. Él creó a la iglesia para que fuera una comunidad unida de creyentes que se animan unos a otros, y que llevan a cabo su obra en el mundo.
La Biblia define claramente a los siguientes como ministerios de la iglesia: adorar al Dios vivo; instruir y edificar a los creyentes; hacer discípulos de todas las naciones; y ayudar a los necesitados. Pero, si sus líderes no están vigilantes, estos propósitos pueden desequilibrarse, dejando al cuerpo mal alimentado. Por ejemplo, una iglesia con un énfasis excesivo en la alabanza puede volverse introvertida. Las que enfatizan demasiado la enseñanza puede perder su gozo; y las que evangelizan olvidando otras áreas, pueden privarse de crecer en la fe.
Debido al pecado y a las deficiencias humanas, no experimentamos a la iglesia como fue el propósito original; en vez de eso, existe la tendencia a enfatizar demasiado ciertos ministerios y actividades. Además, las disputas, muchas de las cuales tienen que ver con cuestiones de poca importancia, como la preferencia en cuanto a música, suelen destruir la unidad. El afán de poder, el orgullo, el egoísmo y el chisme pueden también destruir a una iglesia.
Por estar constituidas por personas imperfectas, las iglesias serán también imperfectas. Y aunque esperar lo contrario es inútil, debemos esforzarnos por lograr el plan original de Dios, midiéndonos continuamente según los parámetros de la Biblia, y alineándonos de nuevo con el propósito de Dios.
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