Dios detesta el chisme, y por tanto, no considera agradables la conversación frívola ni las palabras mal intencionadas (Col 3.8). Lamentablemente, el chisme es tan común, que incluso algunos creyentes lo practican y justifican. Pero los rumores no tienen cabida en la vida de un cristiano.
Romanos 1 contiene una de las listas de pecados más largas que hay en la Biblia. Pablo, su autor, recuerda a los creyentes que Dios se ha revelado a toda la humanidad, y les dice que quienes le rechazan para ir tras los ídolos, Él los entrega a la inmundicia y a la concupiscencia (Romanos 1.24). La mentira aparece en medio de la lista, y Dios la detesta porque ella destruye vidas. La persona víctima del rumor, sea cierto o falso, muchas veces pierde el respeto de quienes le rodean. Entre sus efectos no están solo los sentimientos heridos; también se pueden perder un empleo o una relación.
Quienes propagan chismes, también enfrentan consecuencias destructivas. Su negativa a controlar su lengua revela motivos perversos o, por lo menos, falta de disciplina. Las personas temerosas de Dios, como también muchos que no son creyentes, evitan a esas personas con frecuencia, porque tienen una reputación empañada. Pero lo más dañino para un creyente que esparce rumores es que su acción puede arruinar su comunión con el Señor, porque en un mismo corazón no pueden coexistir la animosidad hacia otra persona y la intimidad con Dios.
El chisme no le hace bien a nadie, y por eso Dios nos amonesta contra el mismo. Debemos utilizar nuestras palabras para consolar, alentar y edificar a otras personas.
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