Nuestra sociedad está obsesionada con la longevidad. Aunque el deseo de tener una vida larga y buena es natural, es también limitado. Si bien la Biblia nos exhorta a tener una vida consagrada a Él en el presente, también nos recuerda que los creyentes seguiremos viviendo mucho tiempo después de que este mundo ya no exista.
No hay píldora o dieta que pueda prolongar nuestros días sobre la Tierra más allá del número que el Señor ha dispuesto. Pero hay una manera de vivir para siempre en un hogar perfecto, con un cuerpo perfecto, haciendo lo que sacia al alma. Cuando creemos que Jesucristo es el Hijo de Dios, y confiamos en Él como nuestro Salvador, recibimos el regalo de la vida eterna. Los creyentes tendrán toda la eternidad para servir al Señor y tener comunión con Él.
Aunque tenemos la promesa de un lugar en el cielo, la vida eterna no consiste en un lugar. El verdadero valor de tener un alma que jamás morirá es que estaremos siempre en la presencia de Dios. Para aquellos que rechacen la oferta de vida eterna con el Señor, hay una alternativa llamada infierno. Las almas que terminan allí sufren un destino terrible: sufrimiento y separación total del Dios vivo. Después de la muerte, no hay misericordia o gracia que pueda tender un puente entre el cielo y el infierno. El asunto debe arreglarse mientras estemos en la Tierra (He 9.27).
La vida eterna está asociada irrevocablemente con la persona de Jesucristo. Como escribió Juan: “El que tiene al Hijo, tiene la vida” (1 Jn 5.12). Llegar a la vejez con salud es un objetivo loable, pero nada es más importante que recibir al Salvador y el don de la eternidad en su presencia.
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